La escritora
marroquí Fátima Mernissi describe en su libro El harén en Occidente, la perplejidad que vivió
el día que, por primera vez, fue a una tienda de Estados Unidos con la
intención de comprar una falda. Explica que también fue el día que escuchó por
primera vez que sus caderas no iban a caber en la talla 38: “A continuación
viví la desagradable experiencia de comprobar cómo el estereotipo de belleza
vigente en el mundo occidental puede herir psicológicamente y humillar a una
mujer”.
–¡Es usted demasiado grande!, le dijo la dependienta
–¿Comparada con qué?, respondió Mernissi
Asegura la
escritora que tras pensar en su sobrina –delgadísima–, que tenía 12 años y
usaba la talla 36, se dio cuenta del paralelismo entre las restricciones
patriarcales en oriente y occidente. Así, explica que el hombre musulmán
establece su dominación por medio del uso del espacio. A las mujeres se las
excluye de los lugares públicos y en los más privados –las mezquitas o las
casas–, se las separa en habitaciones o zonas bien diferenciadas. El
occidental, según Mernissi, lo que manipula es el tiempo. “Afirma que
una mujer es bella sólo cuando aparenta tener catorce años. (…) Al dar el
máximo de importancia a esa imagen de niña y fijarla en la iconografía como
ideal de belleza, condena a la invisibilidad a la mujer madura. Las mujeres
deben aparentar que son bellas, lo cual no deja de ser infantil y estúpido. (…)
El arma utilizada contra las mujeres es el tiempo. (…) La violencia que implica
esta frontera del mundo occidental es menos visible porque no se ataca
directamente la edad, sino que se enmascara como opción estética”.
Mernissi asegura que, en aquella tienda, no sólo se sintió horrorosa, sino
también inútil. Y expone el mecanismo, idéntico al utilizado con el velo en el
mundo musulmán o contra las mujeres en la China feudal, a quienes se les vendaban
los pies. “No es que los chinos obligaran a las mujeres a ponerse vendajes
en los pies para detener su crecimiento normal. Simplemente definían el ideal
de belleza”. Es decir, no se obliga a ninguna mujer a hacerse una operación de
cirugía estética o a pasar hambre, simplemente, se rechaza a quien no entra en
el modelo impuesto. Sólo un modelo idéntico para todas porque las mujeres, en
el patriarcado, son la mujer, en singular, lo que quiere decir, todas iguales.
Es lo que Pierre
Bourdieu llamó la violencia simbólica: “La fuerza
simbólica es una forma de poder, que se ejerce directamente sobre los cuerpos y
como por arte de magia, al margen de cualquier coacción física; pero esta magia
sólo opera apoyándose en unas disposiciones registradas, a la manera de unos
resortes, en lo más profundo de los cuerpos”.
El “arte de
magia” tiene unos estupendos instrumentos a su servicio en los medios de
comunicación, la publicidad, las entrevistas de trabajo, el cine, la música, la
pornografía… y consecuencias dramáticas en mujeres frágiles e inseguras,
sumisas a los modelos corporales; mujeres anoréxicas, bulímicas, operadas,
hambrientas y consumidoras de cualquier producto que prometa belleza y juventud
en siete días. Frente a todo esto, la propuesta de Germaine Greer: la mujer completa, definida como una mujer
que no existe para dar cuerpo a las fantasías sexuales masculinas ni espera que
un hombre la dote de identidad y estatus social, una mujer que no está obligada
a ser bella, que puede ser inteligente y que adquiere autoridad con la edad.
Porque como explica Wolf, los cosméticos sólo son un problema cuando las
mujeres se sienten invisibles o inútiles sin ellos. Igual que cuando se sienten
obligadas a adornarse para que las escuchen o para conseguir un empleo o
mantenerlo. Lo mismo que la ropa deja de ser crucial cuando las mujeres tienen
una identidad sólida. En un mundo en el que las mujeres tengan verdaderas
opciones, lo que hagan respecto de su propio aspecto pasará a tener una
importancia muy relativa.
El rincón de la
mujer emprendedora
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